El rostro oscuro de la comunicación


Intervista con Pablo Francescutti, Punto de Vista – Revista de cultura, Buenos Aires, n. 86, diciembre 2006.


Paolo Fabbri nació en 1939 en la ciudad italiana de Rímini, y transcurrió su adolescencia en un liceo militar, una “cárcel” de la que huyó para refugiarse en las palabras. Un refugio entendido en un sentido muy amplio, ya que de los estudios lingüísticos pasó a la semiótica, la comunicación de masas, la sociología y la filosofía del lenguaje, intereses que le llevaron a la creación del Centro de Semiótica y Lingüística de la Universidad de Urbino. Hoy, convertido en uno de los principales referentes europeos en el campo de la semiótica, ejerce la docencia en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Bolonia, además de haber impartido clases en las universidades de Venecia, Florencia, Urbino, Palermo, París V y California (San Diego). Asimismo, ha ocupado los cargos de primer consejero de la embajada italiana en París y director del Instituto Italiano de Cultura en la misma ciudad.
Fabbri reconoce sus fundamentos teóricos en la semiótica generativa de la Escuela de París, una tradición lingüística que va de Saussure a Hjelmslev y llega hasta el representante más famoso de dicha escuela, Algirdas Greimas. Esta semiótica de cuño europeo se sitúa en relación de oposición respecto del correlato anglosajón fundado por el estadounidense Charles Peirce. Las dos tradiciones se hallan representadas en Bolonia: la primera por Fabbri; la segunda por Umberto Eco; aunque ambos no se sienten del todo cómodos con tales etiquetas: Eco prefiere ser considerado una figura mediadora; y Fabbri se lamenta de que la Escuela de París no se haya abierto al pensamiento de Peirce.
A su juicio, la semiótica necesita refundarse. Sostiene que la disciplina cometió el “pecado” de nacer en París durante el auge estructuralista, y sufrió un eclipse debido al cambio de moda intelectual. También influyeron en su pérdida de actualidad razones de tipo interno (la deriva a la filosofía del lenguaje propugnada por Eco); y externo (la resistencia académica de corte “realista” a la investigación sígnica). A su modo de ver, la semiótica debe dejar de lado el afán taxonómico por las unidades mínimas de sentido y centrarse en los mecanismos de significación, postulándose como una “caja de herramientas” al servicio de las ciencias sociales para el análisis de textos culturalmente pertinentes. Esa estrategia pasa por un vuelco a lo corpóreo, lo sensible y lo continuo. Consecuentemente, Fabbri ha tomado como objeto de estudio las pasiones, Internet, la divulgación científica, el lenguaje de los sordomudos; y por esa vía poner en práctica el proyecto de semiótica cultural esbozado por Iuri Lotman: “un proyecto incluido en una antropología general que presta atención a los estilos semióticos de vida -por ejemplo, a las pasiones dominantes- y sobre todo, a la autodefinición eficaz de las culturas”.
Algunas de esas ideas las ha ido desgranando ante audiencias madrileñas. Las visitas del semiólogo italiano constituyen siempre un acontecimiento académico. En plena guerra de Irak, el salón de actos de la facultad de Ciencias de la Información se colmó para escucharlo hablar de la retórica de la guerra. Ante un público estudiantil sublevado contra la política belicista del gobierno de Aznar, Fabbri alternó el análisis de la política desinformativa estadounidense con la proyección de pinturas de batallas, deteniéndose en la importancia de las nubes en la representación bélica. La última vez que vino a la capital española lo hizo para participar en un ciclo de conferencias organizado en la Universidad Complutense de Madrid por su colega Jorge Lozano, junto con Dominique Wolton y Derrick de Kerkhove. En esta ocasión embistió contra la clásica noción de que el signo es diáfano. No, el signo no es nada diáfano, afirmó categóricamente, pues tiene pliegues, múltiples y distintos. La siguiente entrevista pretende recoger las fascinantes sugerencias lanzadas en su intervención, sobre la opacidad inherente al proceso comunicativo.
Como todo marco conceptual, el suyo no escapa a las determinaciones del entorno; él mismo admite la afinidad de su visión de la comunicación con la especificidad del contexto italiano, distinguido por el lenguaje sibilino del clero, la astucia maquiavélica y la proliferación de sociedades secretas, desde la masonería y los carbonarios hasta la Cosa Nostra y la logia P-2. Una marca de origen que en modo alguno restringe el alcance de sus planteamientos, ya que, como él indica, las observaciones realizadas en el “laboratorio italiano” son perfectamente extrapolables al resto de las situaciones de comunicación.
Fabbri ha publicado poco -en castellano disponemos de dos libros suyos, Táctica de los signos. Ensayos de Semiótica (Barcelona, l995) y El giro semiótico (Barcelona, 2000)-; de ahí el interés especial de su conversación, de sus clases, de sus charlas, formatos en los que se expresa a sus anchas. Esa vocación dialógica hace de la entrevista un medio idóneo para captar las sutilezas de su pensamiento, tanto en lo referido al “rostro oscuro de la comunicación” -título de su conferencia-, como a las polémicas sobre la representación de Mahoma o a la política italiana, un punto preocupante para este intelectual empeñado en situarse frente a la realidad en una postura crítica, a la vez distante de la indignación -pasión intensa pero pasajera- y de la resistencia -actitud que deja la iniciativa al adversario.

Pablo Francescutti: En una exposición reciente, Dominique Wolton subrayó el modo en que las nuevas tecnologías podrían favorecer la transparencia de la comunicación. Wolton y otros, en la línea teórica de Habermas apuestan por las formas directas del discurso, usted en cambio adopta el punto de vista opuesto, el de lo oculto, lo tenebroso…

Paolo Fabbri: Mi posición es inversa a la de Habermas y a su idealización de la comunicación como un diálogo transparente y cooperativo, la conversación de personas sentadas en una sala sin demasiados rumores, dispuestas a entenderse y llegar a acuerdos; primero habla uno, el otro piensa, luego se expresa y así… Campo y contracampo, como en el cine clásico. A ello se suma la idea de Grice de que, en cierto modo, practicamos con nuestros interlocutores un principio caritativo de comprensión. Tales enfoques no nos ayudan a comprender el orden social, ni la cuestión de la verdad ni la relación con el otro, problemas comunicativos de gran magnitud. No niego que en muchos aspectos Habermas, Grice y Apel tengan razón -es preciso ponerse de acuerdo para discutir- pero insisto: su concepción nos oculta los mecanismos complejos de la significación. En la comunicación y en la relación con el mundo prima el conflicto, el desacuerdo, el engaño: el consenso es una tregua provisional. Partir de la claridad no nos sirve para entender, por ejemplo, la comunicación en tiempos de guerra, donde el objetivo no pasa por informar sino por convencer y vencer.

Pablo Francescutti: Si la transparencia y los preceptos racionales no nos entregarán la clave de los mecanismos de la comunicación, ¿cómo podrían entendérselos desde la perspectiva de su opacidad y reversibilidad?

Paolo Fabbri: Convendría hacer como sugería Erving Goffman: observar el orden desde el punto de vista del desorden; vale decir, desde el ángulo del ladrón, del terrorista o del espía. Tomemos a este último, un personaje muy importante de nuestro tiempo; y no lo digo en un sentido figurado: días atrás, el jefe de la CIA reveló que tiene unos cien mil espías en nómina, y unos ciento cuarenta mil aspirantes. Para aprehender la complejidad táctica de la información es preciso partir del espionaje y el contraespionaje, formas típicas de una cultura -la occidental- que busca obsesivamente el código mítico que garantice el secreto absoluto. Asistimos a una extraordinaria proliferación de claves y lenguajes cifrados, mientras los sectores de la criptografía y la seguridad no dejan de expandirse y penetrar en todos los vericuetos de la sociedad. El caso de la mafia lo ilustra muy bien: de un lado estaba el capo Provenzano, un criminal muy difícil de espiar porque se comunicaba con los suyos mediante pequeños papeles escritos a máquina, prácticamente ininterceptables; del otro, sus perseguidores policiales, cuyos teléfonos tenían una codificación especial para no ser pinchados a su vez por los mafiosos. Italia es uno de los países con mayor cantidad de intercepciones telefónicas por orden judicial. Todos los grandes operativos, desde Manos Limpias a los arrestos de los capomaffiosi, se hicieron a base de escuchas telefónicas. Esta democracia deliberativa funciona a golpe de intercepción telefónica y acaba volviéndose objeto de apropiaciones secretas y meta-intercepciones. Semejante paradoja choca frontalmente con los preceptos habermasianos y nos alerta que nos movemos en el centro de problemas estratégicos y tácticos, imposibles de entender sin una teoría compleja del conflicto. De ahí mi escasa afición por las teorizaciones en la línea de la paz universal de Kant. Me inclino por pensar que las deliberaciones se subordinan a consideraciones de orden táctico y estratégico. La máscara, el montaje, la duplicidad del lenguaje, fijan las reglas del comportamiento intersubjetivo.

Pablo Francescutti: De su énfasis en lo tortuoso y en lo conspirativo parece deducirse un marco conceptual ajeno al paradigma de la Ilustración, que inspira el análisis de la comunicación de Habermas y sus seguidores…

Paolo Fabbri: Por el contrario, a mí el Iluminismo me fascina precisamente por las razones apuntadas. Su programa intelectual ha pasado a la historia como portador de una razón universal, triunfante, emancipadora; y, sin embargo, en su seno actúan personajes de la talla de Cagliostro y Casanova, y florecen sociedades ocultas como la masonería, las prácticas esotéricas y las escrituras secretas. Si observamos detenidamente a los hombres de la Razón no tardaremos en descubrir la condición de agentes dobles o espías de muchos de ellos. El propio Cagliostro era un agente doble; y Casanova, un cabalista experto en criptografía y un espía. Subrayar la dimensión críptica del Iluminismo -y no sólo la crítica- me parece un buen modo de introducir en un paradigma comunicativo racionalista una problemática capaz de dar cuenta de cosas que se le escapan.

Pablo Francescutti: Resulta notable que en estos tiempos de auge de las problemáticas de la identidad, tanto a nivel sociológico, antropológico o incluso político, usted se preocupe más por la falsa identidad…

Paolo Fabbri: Sí, del problema de la identidad se habla mucho, pero a mí me interesa la duplicidad, la capacidad de tener dos o más identidades. Por eso encuentro atractiva la figura del doble agente, un espía al cuadrado muy frecuente en la literatura. Traidor por partida doble, traiciona a quienes espía y a quienes le encomendaron espiar. Fenomenólogo de las apariencias normales de los demás, y observador minucioso y malévolo de lo que a otros les resulta obvio, su doblez nos ayuda a captar las estratagemas de la comunicación. En el proceso comunicativo los agentes dobles resultan indispensables, porque llevan informaciones de una parte a la otra y viceversa, por encima de las lealtades oficiales. Una de mis colegas estudió a los marinos, viajeros y comerciantes que durante siglos actuaron como agentes dobles en una cuenca del Mediterráneo dividida a muerte entre musulmanes y cristianos; demostró cómo, durante un largo periodo de tiempo, la posibilidad de entendimiento entre culturas antagónicas dependió de los traidores que hacían circular informaciones a través de fronteras cerradas. Valdría la pena reconstruir la historia de quienes pasaban esas informaciones: bastardos, renegados, tránsfugas. Eso nos conduce al régimen de funcionamiento del secreto. La circulación de informaciones se rige por las reglas del secreto. No hay una comunicación limpia sino distorsionada adrede. La cuestión fundamental consiste en dilucidar cómo, en un mar de tácticas, es posible construir y mantener una verdad siempre provisional. Como a los racionalistas, a mí también me interesa la verdad, pero para mí posee una definición estratégica.

Pablo Francescutti: Cabe pensar, entonces, que su rechazo a los postulados de la acción comunicativa lo conduce a pergeñar una semiótica de la sospecha.

Paolo Fabbri: En modo alguno. La sospecha se vincula con un pensamiento crítico que coloca a los sujetos en la posición eterna e inexpugnable de mirar al mundo con suspicacia. Pero el mundo, la globalización, ya no forman una totalidad sino una suma de compartimentos muy complejos y articulados. Lo que yo propongo es otra cosa. En lugar de una teoría de la sospecha, quiero promover una semiótica de la significación estratégica. Es verdad que los italianos somos muy proclives a ver la vida de esta manera, entre otras cosas porque vivimos en un país habitado por una sociedad secreta como la mafia; esa reflexión forma parte de nuestra práctica cotidiana. Algún psicoanalista dirá que somos paranoicos; pero no, no somos paranoicos sino que nos preguntamos por la táctica operativa detrás de cada discurso.

Pablo Francescutti: Cuando usted subraya la importancia de la ocultación en los procesos comunicativos no puedo dejar de pensar en Simmel y, en particular, en esa idea suya destacada por el semiólogo Jorge Lozano, de considerar al secreto como una de las mayores conquistas de la humanidad. Se me ocurre que en el estudio de las estrategias discursivas, las figuras del secreto podrían conformar una subárea de enorme riqueza.

Paolo Fabbri: Coincido completamente. Simmel ocupa en mis reflexiones un papel central, ya que pensó los elementos fundamentales del conflicto de manera no hegeliana; y en eso radica su fuerza, pues en la era del consumo masivo y el riesgo global, la dialéctica del amo y el esclavo ha quedado fuera de juego. De ahí la vigencia de su gran estudio sobre la sociedad secreta, que introduce una problemática de la verdad entendida en términos de estrategia individual, una intuición que más tarde desarrollarían Goffman y T. Schelling, quien obtuvo el premio Nobel de Economía por sus trabajos sobre las morfologías de las estrategias. De Simmel rescato cómo concibe la comunicación en el seno de la sociedad secreta; cuya estratificación está gestionada por la lógica del secreto y no por la del saber. Dice, además, algo admirable: en el proceso de socialización, saber guardar un secreto se torna tan crucial como revelarlo. En las organizaciones clandestinas no es el secreto lo que define la pertenencia, sino el juramento de no revelarlo. No por casualidad Simmel pertenece al siglo XIX, testigo del auge de la masonería, la gran sociedad secreta de Occidente. A mí me interesa el estudio de los regímenes de funcionamiento del secreto. Otra de sus fórmulas afirma que en cada sociedad existe una cantidad de secreto estándar. Incluso en la ciencia, esfera característica del conocimiento público, los científicos guardan en secreto sus procedimientos hasta el momento de publicar sus resultados. Desde esa perspectiva la comunicación no tiene nada que ver con la sala de debates habermasiana y sus ocupantes dedicados a intercambiarse información sin reservas. Como decía Robert Frost: “Bailamos alrededor, pero el Secreto se asienta en el centro, y lo sabe”, si bien a esta imagen le haría una objeción: el secreto no posee una naturaleza estática. Todo lo contrario: es la circulación de secretos lo que realmente interesa. Al revelar unos secretos aparecen otros. La revelación no lo destruye; sencillamente lo desplaza. Conforme avanzamos en el conocimiento descubrimos la existencia de nuevos secretos.

Pablo Francescutti: Usted promueve una semiótica escorada hacia la lingüística y la antropología. Esta semiótica cultural resulta especialmente pertinente en un contexto de “choque de civilizaciones”. Pienso en la crisis internacional suscitada por las caricaturas de Mahoma publicadas en Dinamarca: lo que para los occidentales se presenta como una cuestión de libertad de expresión, para los islámicos se reduce a una blasfemia. ¿Cómo analizaría esta discrepancia en la decodificación del mensaje?

Paolo Fabbri: Para abordar ese asunto me remitiría al concepto de encuadre, en la acepción de marco discursivo establecida por Bateson y Goffman. La utilización táctica y luego la forma del mensaje son comprensibles únicamente en términos de encuadres provisorios y definitivos en la actividad de debate. Una vez más, los signos son legibles en el seno de una estrategia general: una caricatura es una caricatura cuando se la considera como tal. En nuestra cultura existen trazos específicos que nos permiten distinguir una fotografía de una caricatura: determinadas deformaciones, un énfasis del mentón, de la nariz o de las orejas. En cualquier caso, las caricaturas suponen una distorsión del lenguaje, sea por disminución o por ampliación; son una sistemática deformación retórica dentro de un encuadre distinto. Ahora bien: basta con no reconocer el marco cultural discursivo para que de inmediato un signo devenga insulto mortal. Un ejemplo lo tuvimos en Bolonia, cuando un grupo de islamistas se escandalizó al descubrir que un fresco del siglo XIV sobre el Juicio Final mostraba a Mahoma en el Infierno: se enojaron por algo de lo que ningún italiano se había percatado, porque ellos manejan otro encuadre. Tampoco nadie en Occidente ha reparado en que la bandera danesa quemada por algunos islamistas se distingue por su cruz blanca, el símbolo de los cruzados, de infausta memoria entre los árabes. También aquí hay un encuadre diferente: pocos daneses se acuerdan de que su bandera porta una cruz.
No olvidemos, por otra parte, que las caricaturas siempre se han hallado en el centro del conflicto. Cuando entran en juego también se tornan objeto de estrategias. Las viñetas sobre Napoleón eran un motivo dominante en los periódicos de la época. Por consiguiente, encuentro impecable que Bin Laden agite la cuestión de las caricaturas de Mahoma; resulta coherente con su estrategia, aunque él sabe perfectamente que no guardan ninguna relación con la religión. Y no actúa de esa manera porque los árabes tengan una actitud ingenua ante las imágenes; de hecho, han reflexionado mucho acerca de la fotografía. Su gran teórico y líder anticolonialista Abdelkader ya sostenía en el siglo XIX que la fotografía no era una imagen en el sentido condenado por el Islam, es decir, un ídolo, sino que, de alguna forma, constituía una reproducción de la realidad. Los árabes se han adaptado muy bien a los nuevos medios de comunicación.

Pablo Francescutti: La adaptación de los árabes a las nuevas tecnologías de la información se ha hecho patente en las decapitaciones de rehenes filmadas por sus secuestradores islámicos, y difundidas por Internet y la televisión a partir de la guerra de Irak: un hito en términos mediáticos.

Paolo Fabbri: Sin duda. Las páginas más vistas últimamente en la red son las pornográficas y las que muestran las decapitaciones: Eros y Tanatos. Destacaría en particular la forma con que se presentan las decapitaciones. Basta adoptar una perspectiva genealógica para ver en ellas la caricatura de aquello que los europeos conocieron de primera mano. La decapitación pública fue una práctica bien notoria en el viejo continente. No olvidemos que la guillotina funcionó en Francia hasta 1970, y que en el siglo XIX algunos carbonarios fueron guillotinados por orden del Papa. Con las ejecuciones trasmitidas por Internet retorna aquello que Foucault subrayó en el primer capítulo de Vigilar y castigar, referido al esplendor de la pena que encarnaba la justicia divina y humana. Hoy, las decapitaciones televisivas carecen del esplendor del espectáculo barroco. La pena retorna como una especie de bricolage artesanal, según el estilo microscópico de la pequeña pantalla. No faltan ni la confesión de la víctima, que dice: “Sí, es culpa mía y también de Bush y de América”; ni los verdugos de pie detrás de ella, armados y encapuchados. Hemos pasado de la sociedad barroca de los autos de fe, a la sociedad televisiva y su miseria de los talk-show.

Pablo Francescutti: En consecuencia, de la mano de las nuevas tecnologías regresamos a los suplicios públicos, que habían sido relegados a la oscuridad en nombre de los discursos penales humanistas.

Paolo Fabbri: Foucault decía que la pena de muerte, al aplicarse en la prisión, deja de ser visible. Sin embargo, hoy recupera la visibilidad al mismo tiempo que cambia el régimen carcelario. Nuestro discurso judicial adolece de un desequilibrio congénito: se proclama humanista pero nuestras cárceles no lo son. La prisión se globaliza, deja de ser estatal. Se crean nuevas prisiones como la de Guantánamo, prisiones voladoras, internacionales, fuera de la ley, adonde se traslada a los secuestrados en distintas partes del mundo. En ese marco, la pena retorna, pero como una caricatura de la pena tradicional del Estado. En el marco de un poder estatal inexistente, las decapitaciones expuestas por Internet resultan un simulacro irrisorio de las espectaculares ceremonias de Estado. A su vez, tales caricaturas son combatidas mediante intercepciones telefónicas, espionaje, secuestros, ejecuciones, prisiones globalizadas e incluso contra-simulacros: Bush decide que ha ganado la guerra de Irak y organiza una celebración a bordo de un portaaviones americano, tal como se hizo en la última guerra mundial con los representantes japoneses encargados de firmar la rendición. Pero aquí no había un Estado enemigo que viniese a firmar. El terrorismo de Al Qaeda es una nebulosa, una red irrepresentable en términos estatales.

Pablo Francescutti: Volviendo a la vieja Europa, a su país natal en concreto: allí el gran acontecimiento político de los últimos meses ha sido la derrota electoral de Silvio Berlusconi. ¿Qué reflexión le merecen las andanzas de este gran comunicador desde un punto de vista semiótico?

Paolo Fabbri: Lo interesante de este personaje radica en su adscripción al género de los políticos que plantean dificultades de legibilidad. Cuando llegó al poder todos lo asociaron con el fascismo, y se equivocaron: él no es un dictador totalitario; tiene la mentalidad opuesta, la de un manager que gobierna el país sobre la base de encuestas. No promulgó ninguna ley de censura ni lo intentó. Conoce demasiado bien a los medios como para hacerlo. Cierto, excluyó a algunos periodistas de la RAI, pero ello entra dentro de la pauta habitual de los gobiernos italianos. La izquierda organizó la resistencia a Berlusconi al estilo antifascista, y erró completamente por su incomprensión del funcionamiento mediático. Berlusconi importó a la política los sondeos de la industria mediática; antes de él no se hacían encuestas de forma sistemática. El suyo es un modo de hacer política análogo a las relaciones públicas; él mismo es un sondeo viviente. Hasta no hace mucho, nos quejábamos de la excesiva autonomía de la clase política, la cual, una vez electa, se olvidaba de los electores por cinco años. Eso ya no es del todo posible a causa de los sondeos. No se trata de un “golpe de estado mediático” (Virilio) sino de un nuevo régimen comunicativo y político. Y fue Berlusconi quien lo introdujo, un individuo personalmente muy mediocre que fue transformado en una especie de genio del mal por la izquierda italiana. Podemos deplorarlo, pero no ignorarlo.

Pablo Francescutti: Esa satanización de Berlusconi me recuerda la invectiva lanzada por Victor Hugo contra Luis Napoleón, un personaje mediocre a quien acabó engrandeciendo al atribuirle un poder de iniciativa sin paralelo en la historia, según le criticaba Marx en El 18 Brumario.

Paolo Fabbri: Sin duda. Al magnificar a Berlusconi sus adversarios ocultan su propia debilidad. De ese modo evitan pensar que los éxitos de aquel tienen algo que ver con su debilidad. Prefieren considerarlo un genio político, capaz de golpes de efecto permanentes. Si la izquierda no se replantea su relación con los medios y no cambia su organización interna y su dirigencia, nos veremos constreñidos a combatir a Berlusconi siempre en su terreno; y en vez de afirmar nuestros valores seguiremos hablando de los suyos, negándolos.

Pablo Francescutti: La victoria electoral de la Unión podría interpretarse como la prueba de que los líderes del centroizquierda italiano han tomado buena nota del régimen comunicativo señalado por usted, y que han aprendido finalmente las reglas de un juego dominado por Berlusconi.

Paolo Fabbri: En modo alguno. La clase política sigue pensando en categorías pre-berlusconianas. Los que ahora le han vencido, Prodi, Rutelli, D´Alema, son los mismos que fueron derrotados por él hace cinco años. Hay una necesidad imperiosa de una renovación radical del pensamiento, de las estructuras y del personal político. Fijémonos en las listas electorales: quienes deciden quién va primero y quién va último, es decir, quién accede al parlamento son los secretarios de cada partido. En Italia unos treinta líderes partidarios deciden la composición parlamentaria, y no son cargos electos; son funcionarios de partido. En términos más generales, debemos repensar la cultura política después de la era Berlusconi.. De otro modo, a falta de verdaderas alternativas en los valores y la cultura, me temo que Berlusconi no tardará en recuperar lo que ya es suyo. Por otro lado, subsiste el problema de los berlusconianos, entre los que se cuentan personas acomodadas, por supuesto, pero también jóvenes desempleados y obreros que han perdido la confianza en la política y los sindicatos; desgraciadamente tan teleadictos como los votantes de la izquierda.

Pablo Francescutti: ¿En qué medida la renovación del paradigma político que usted propone se conecta con su defensa de un cambio en el canon italiano?

Paolo Fabbri: La idea de modificar el canon la acuñó Italo Calvino, quien, con su extraordinaria inteligencia había comprendido el límite del aparato de autorepresentación canónica que la cultura italiana construyó durante el siglo XIX. En aquel marco nacionalista se juzgaba necesario crear un canon literario italiano con Dante, Petrarca o Bocaccio. Pero gran parte de la cultura italiana siempre ha sido bilingüe: latina y dialectal, es decir, internacional y local. Por eso Calvino juzgaba necesario repensar el canon literario y cultural introduciendo a Ariosto y Galileo como clásicos; es decir, introduciendo fantasía y rigor, ciencia y poesía, pero poniendo aventura en la ciencia y rigor en la aventura. Este modo de romper el canon constituye una manera rigurosa de pensar la contemporaneidad: elección y aventura también en la política, en la gobernanza o, como se dice hoy, en la composición del colectivo de los hombres y de las cosas.

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