Introducción a Ritorno a “La mia Rimini”


Da: Federico Fellini, Ritorno a “La mia Rimini”, a cura di Paolo Fabbri, Guaraldi Editore, Rimini, 2012 (e-book).


 

Amarcord [me acuerdo] debería llamarse Asarcurdem [nos acordamos]
(P.P. Pasolini)

1. ÍTACA

“Yo era Ulises, estaba un poco apartado y miraba lejos”.
Federico Fellini recuerda así su colocación imaginaria en una escuela secundaria divida en Griegos y Troyanos. Una de las tantas indicaciones de la relación con su ciudad, esa pequeña Ítaca de la que un día zarpó y a la que volvería con el viaje definitivo. Como saben los filólogos fellinistas y los imaginosos fellinianos, el gran director nunca rodó una escena en Rímini y nunca pronunció el nombre de su ciudad en una película, ni siquiera en Los Inútiles.
Y sin embargo, amaba a las ciudades italianas, hizo varias películas sobre Roma y proyectó algunas sobre Nápoles y Venecia. Pienso que Rímini era para él como la Venecia invisible de Italo Calvino. Cuando el Gran Khan quiere saber por qué no dice nunca el nombre de la ciudad de los canales, Marco Polo contesta que Venecia es la “ciudad implícita” que le permite describir a todas las demás. Y añade: “Una vez fijadas por las palabras, las imágenes se borran de la memoria (…) Si hablo de Venecia, quizás tengo miedo de perderla toda de una vez. O quizás la he perdido poco a poco hablando de otras ciudades”. “Siempre he hablado de Rímini, incluso en las películas ambientadas en otra parte”, dijo Fellini. Que definió la ciudad de manera oblicua a través de Ostia (“una Rímini inventada, una Rímini más verdadera que Rímini” que por otra parte se encuentra en el mismo meridiano), a través de Roma (Romaña es un país que sabe de Roma y de campaña), y por último a través de Cinecittà, ese “laboratorio mágico, alquímico, demiúrgico” (FF) de la escenografía en el que Rímini no es representada sino reinventada, ensoñada.
No solo en las máscaras de sus personajes, que terminaban confundiéndose con los recuerdos originales, sino también en sus componentes elementales: el mar, la niebla, la luz: “Como telón de fondo está siempre el mar, un elemento primordial, una línea azul que corta el cielo, de la que pueden llegar naves corsarias, Turcos, el Rex, un buque de guerra estadounidense con Ginger Rogers y Fred Astaire bailando a la sombra de los cañones” (FF). La niebla aporta a la catedral el don de la intravisión y la luz del verano corta a las plazas con sombras como en los cuadros de De Chirico. Son imágenes luminosas – para Fellini una película se escribe con luz – que únicamente el cine puede realizar. Solo en Cinecittà Fellini podía ordenar: “¡Que venga el mar! ¡Que se vaya la lluvia y entre el sol!”
Fellini es un mal turista-testigo que se declaraba romañolo (y en cuanto a pasión política, esquimal) porque le parecía complicadísimo, y tal vez inútil, decirse italiano. El lugar de su memoria estaba delimitado por los cuatro lados de su cama de adolescente, bautizados con los nombres de los cuatro cines de Rímini, pero en su obra quería evitar toda dimensión autobiográfica: “Cualquier cosa, menos (…) la irritante asociación con el je me souviens” (FF).
El viento y el carillón son las señales sonoras de la mezcla de recuerdos. Una memoria fílmica que no es nostálgica, un depósito donde caben “recuerdos de rechazo” (FF) que le sirven para liberarse – y liberarnos – del provincialismo fascista y de su contenido “fanático, provincial, infantil, torpe, desvencijado y humillante” (FF).
Una vez desalojado, el espacio de los recuerdos obliga al artista a procurarse nuevos materiales. Entonces las películas de la memoria felliniana cuentan episodios completamente inventados –”Por otra parte, ¿cuál es la diferencia?” (FF) – que precisamente por serlo tienen esa enigmática transparencia y esa indecifrable claridad de las que tanto se ha hablado, y sobre todo, esa glocalidad situada y universal. Al recibir el Oscar en 1975, Fellini afirmaba que los personajes de Amarcord viven en todas partes y que en Estados Unidos habían advertido esta “eterna provincia del alma”. En sus apuntes de director, Fellini se proponía “terminar con partes cada vez más truncas, laceradas, con fragmentos (…) para lograr una liberación magmática de imágenes”. La Rímini felliniana es como un cuerpo amado y perdido que ha diseminado sus detalles por doquier, ha sufrido una “descomposición picassiana” (FF) y ahora hay que recombinar en una vida artificial, en el Frankenstein de nuestra memoria. Fue lo que sucedió el 25 de septiembre de 1983, en la memorable proyección de Y la nave va en el Grand Hotel de Rímini. Ulises tenía razón: hay que mirar a lo lejos para reinventar los sitios a los que vamos a volver. “El único verdadero realista es el visionario. ¿Quién lo dijo?” (FF).

2. PALABRAS

Esta Rímini, implícita en las imágenes, está siempre presente a través del idioma, doblada por la palabra de Federico. Cuando en 1947 Fellini vuelve de Roma a la ciudad destruida por la guerra, escucha dentro del “cráter lunar” de escombros rimineses el sonido de los nombres y el habla de los sobrevivientes, reconociéndolos y reconociéndose en la sinestesia de voces coloridas. Fellini atribuye a algunos personajes (Lerinia, la Pina Bausch de Y la nave va o del proyectado Viaje a Tulún) esta capacidad de encontrar equivalencias entre sonidos, colores y formas, esta facultad que es sobre todo suya. “Hubo un periodo de mi infancia,” explica en una entrevista “en el que de repente visualizaba el equivalente cromático de los sonidos. Un buey mugía en el establo de mi abuela y yo veía delante de mí un gigantesco tapiz marrón-rojizo flotando en el aire. Se me acercaba, se encogía hasta formar una tira delgada y se me metía por la oreja derecha. ¿Tres campanadas? Yo veía tres discos de plata que se desprendían de la campana y me entraban por las cejas hasta desaparecer dentro de mi cabeza. Podría seguir con la lista una hora más, si está dispuesto a creerme”.
Tenemos que creer también en su colorida percepción de los nombres de ciudades. Mientras Rímini es solamente “una palabra hecha de astas, de soldaditos en fila”, Roma le suena como “una carona rojiza, una expresión pesada y pensativa por exigencias gastrosexuales: pienso en un terrón oscuro, barroso, en un cielo amplio, desgajado, como un telón de fondo de ópera, por colores morados, reflejos amarillentos, negros, plata, colores fúnebres. Pero dentro de todo es un rostro reconfortante”. Fellini habita en su dialecto – que no es fácil de entender, “como si un chino hablara con la cabeza debajo del agua” (FF) – hasta tal punto que incluso la sonoridad de una blasfemia (como osciadlamadona) se le antoja más bella que la de “Rashomon”. Lo demuestra esa secuencia fonética que – con “AsaNIsiMAsa” – compone su palabra talismán: “Amarcord”. Fellini la descubrió borroneando en una hoja de papel y terminó prefiriéndola al título original de la película (“e’ burg”), archivado en el arcón de la memoria como “palabra dura, gótica, arcana”. “Amarcord, en cambio,” escribe Fellini, es “una palabrita curiosa, un carillón, una cabriola fonética, un sonido cabalista, la marca de un aperitivo.””Una palabra que en su extravagancia pudiera llegar a ser la síntesis, el punto de referencia, casi la reverberación sonora de un sentimiento, un estado de ánimo, una actitud, un modo de sentir y de pensar doble, controvertido, contradictorio, la convivencia entre dos opuestos, la fusión de dos extremos como separación y nostalgia, juicio y complejidad, rechazo y adhesión, ternura e ironía, fastidio y deseperación”. Amarcord, un nombre propio, ¡¿sinónimo explícito de Rímini?!

3. ESPECTROS

Muchas ciudades viven en el género literario y artístico de sus misterios. No obstante la sobre-exposición mediática, también Rímini tiene los suyos: el dado y el Rubicón de César, el drama medieval de Paolo y Francesca, los despojos mistéricos de Gemisto Pletón, el Templo Malatestiano, los Cantos de E. Pound y el zodíaco de A. Warburg, el reverbero masón de Cagliostro, hasta el verso enigmático y desconsolado del poeta Pagliarani: “muere también el mar”. A esta sarta de secretos Fellini añadió sus propios fantasmas, en primer lugar los muertos con los que entabla conmoventes conversaciones (véase el cementerio de Ocho y medio). “Cuando vengo a Rímini,” dijo en más de una ocasión, “los fantasmas me agreden, me hacen preguntas a las que es embarazoso responder”. Rímini es un lugar donde “uno se siente” y hasta el horizonte marino, aún cuando se reduce a escenografía y telón de fondo, es una “fuerza generadora de fantasmas” (FF).
El diálogo, con o sin respuesta, con los muertos, con el más allá, es el paradigma de toda comunicación, y Fellini lo retoma a través de su experiencia medial con curiosidad mediánica. Quiere “atravesar la vida abandonándose a la seducción del misterio” y reencontrar las figuras del inconsciente (“o las ánimas de los difuntos, que es la misma cosa”, FF) como información sobre la consciencia y sobre el yo. Más que los contactos con médiums y magos (acompañado por Dino Buzzati o Castaneda) cuenta la intuición “espectrológica” del hombre de cine. Los medios – fotografía, fantasmagoría, radio y grabadores acústicos, cine, televisión (“Inagotable sueño fúnebre disfrazado de music hall”, FF) – generalizan los fenómenos incorpóreos y las telepatías. Multiplican, difunden y conservan ectoplasmas desencarnados, fantasmas de vivos y de muertos. Satiricón o el carnaval veneciano de Casanova son evocaciones de una “una brujesca operación ectoplasmática” (FF). Augustos o clowns, sus payasos desfilan de forma trágica o cómica como en un carnaval pagano de los muertos. El espacio felizmente dilatado de sus sueños está poblado de fantasmas. En sus gags sensuales de enigmática obscenidad estas apariciones representan lo cómico de la sensualidad, desvelan los mecanismos del deseo, sin represión y sin rescate (Kundera). El cine felliniano, misterioso por antonomasia, no se puede escribir en letras muertas. Puesto que siempre “lleva lo imposible, lo increíble” (FF), está cargado de seducción sulfúrea. Utiliza ambiguos mensajes angélicos y diabólicos, como en las Tentaciones del (flaubertiano) Dr. Antonio, como Toby Dammit de E. A. Poe. Para el autor de Amarcord, incluso el don misterioso del talento “es un gran tesoro, pero queda siempre el miedo de que tan misteriosamente como ha venido, te lo puedan quitar” (FF). Y la creatividad, “medio de conocimiento, ciencia de las impresiones visuales, que nos obliga a olvidar nuestra lógica y los hábitos retínicos” (Deleuze), es una aventura insólita en la oscuridad, en el fondo del alto mar.

4. PARQUES DE ATRACCIONES

El cine es el lugar del encanto en el doble sentido de su etimología: “canto” e “in quantum”, es decir, belleza y fascinación, lujo y dinero. Con los años Rímini ha tratado de ponerse a la altura del gran parque de atracciones del imaginario felliniano. De burgo se ha transformado en Feria de Ferias, Exposición Universal, Teatro de Variedades o Gabinete de las Maravillas. Desvela los sueños y confunde la luz diurna, natural, de la marina con la nocturna y artificial de las fiestas. Mientras Fellini evolucionaba de nombre propio a adjetivo (“felliniano”), Rímini derivaba hacia sustantivos como “fábrica de diversiones” o “riminización”.
A veces el mimetismo se ha cumplido con éxito, gracias al coraje de poner lo pompier y lo no pompier el uno al servicio del otro, de ir más allá de lo bello y lo feo, en eso que la estética llama kitsch. El gran director, maestro de la lítotes y del understatement, tuvo la ocasión de comparar a la nueva Rímini con la capital del mundo gráfico de Flash Gordon. La estimaba, tal vez por las mismas razones por las que el mayor filósofo del cine, Gilles Deleuze, consideraba inolvidable la obra de Fellini: la vitalidad simultánea, la rápida superposición de imágenes – signos de signos – sin profundidad, la sucesión horizontal, como una fila de presentes. Una “internidad” (Deleuze) no del todo efímera, que se opone a las pretensiones de consistencia y de eternidad.
Para ser, todo ente u organismo, natural o simbólico, debe definirse por lo que quiere ser. Fellini ha dictado una de las definiciones de Rímini. Creo, o espero, que para siempre.

5. POST SCRÍPTUM

“Mastorna, ciudad triste y bella” de Bloc-notes di un regista, 1969.
Todas las ciudades imaginadas por Italo Calvino llevan nombres de mujer. También para Fellini las ciudades, capitales o de provincia, tienen las propiedades contrastantes de sus deseos femeninos. En su obra hay mujeres y ciudades cerradas, severas, fieles, celosas, o ciudades y mujeres fascinantes, envolventes, excesivas, proliferantes. Como la altanera Lucca y la Viareggio carnavalesca del argumento basado en Le libere donne di Magliano de Mario Tobino, perdido y después recuperado gracias a una entrevista a Cahiers du Cinéma (1957). O la metrópolis romana y el burgo romañolo de la infancia – E’ burg fue el primer título de Amarcord – antes de que Rímini se convirtiera en una “pequeña Roma” veraniega y el turismo la transformara en una ciudad de cómic.
En ambos casos se trata de ciudades-mujeres soñadas, no de protagonistas auténticas de la memoria. En Fellini el recordar – yo me acuerdo, l’a m’arcord – aflora a través del filtro onírico. No es la nostalgia profunda de un mundo perdido, sino un desfile, o mejor, una circulación de momentos presentes. Estas compresencias soñadas, que ya tienen sus propias reglas inconscientes de representación, se traducen en escritura y dibujos, viran a fotos y al final son rodadas en el lenguaje del cine. El sueño desplaza a los signos y los vuelve a montar, los disfraza, los enmascara. Como en aquel sueño ejemplar que Fellini cuenta por carta a su amigo Georges Simenon, en el que ha “visto” a un escritor mientras “pintaba una novela”. ¿Era el autor de Maigret o el proprio Federico? En las películas, como en la literatura, no hay pantallas ni páginas en blanco: desde el principio todos los lugares de la creación están infestados por las virtualidades de lo ya visto y vivido. Para distanciarse del naturalismo dogmático y diluir la consistencia de los lugares comunes, Fellini escribe y dibuja los argumentos diurnos de treinta años de actividad onírica. Y para crear una nueva mitología urbana y sexual, no se limita a acumular recuerdos autenticados sino que transpone los pensamientos inconscientes con nuevos significados. Más allá de todo principio de contradicción. Incluso cuando es grotesco – pero su grotesco es almost beautiful (S. Anderson) – el resultado fantástico resulta más verdadero que la existencia cotidiana. Un resultado en devenir, al que Fellini no quiso nunca ponerle la palabra “fin”. Así el rostro de esa Rímini arquetipa que es la herencia felliniana ha entrado a formar parte del imaginario colectivo con una carga simbólica ambivalente: maternal y efímera, disponible y obtusa. Hoy nos toca a nosotros hacer el doblaje, “meterle entre los labios,” escribe Fellini, “palabras que no ha dicho jamás”. Nos toca sincronizar la ciudad con nuevos signos que traducen contenidos diferentes, con ideas y palabras que como en toda buena traducción, no sean feas y fieles, sino bellas e infieles.BIBLIOGRAFÍA

Federico Fellini
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Intervista sul cinema, G. Grazzini (ed.), Laterza, Roma-Bari, 1983 [Conversaciones con Fellini, GEDISA, 1985]
Raccontando di me, C. Costantini (ed.), Editori Riuniti, Roma, 1996 [Les cuento de mi, Sexto Piso, 2006]
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Bondanella, P.
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Deleuze, G.
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Federico. Fellini, la vita e i film, Feltrinelli, Milano, 2002
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